Ha muerto Henry Kissinger, nacido en la Alemania de Weimar en 1923. Llegó a los 100 años, y en los últimos años de su vida, políticos, escritores y celebridades lo agasajaron como si fuera la encarnación del Siglo Norteamericano. Y en cierto modo, lo era.
Antes, en épocas más críticas, se le había acusado de muchas cosas malas. Ahora que ha desaparecido, sus críticos tendrán la oportunidad de repetir las acusaciones. Christopher Hitchens, que defendió que el ex Secretario de Estado debía ser juzgado como criminal de guerra, está muerto. Pero hay una larga lista de testigos de la acusación: periodistas, historiadores y abogados deseosos de aportar antecedentes sobre cualquiera de las acciones de Kissinger en Camboya, Laos, Vietnam, Timor Oriental, Bangladesh, contra los kurdos, en Chile, Argentina, Uruguay y Chipre, entre otros lugares.
A lo largo de los años se han publicado decenas de libros sobre el hombre, pero sigue siendo The Price of Power [El precio del poder], de Seymour Hersh, de 1983, el que los futuros biógrafos tendrán que superar. Hersh nos ofreció el retrato definitivo de Kissinger como un paranoico engreído, que se movía entre la crueldad y la adulación para hacer avanzar su carrera. Pequeño en sus vanidades y mezquino en sus motivos, Kissinger, en manos de Hersh, resulta, sin embargo, shakesperiano porque la mezquindad se desarrolla en un escenario mundial, con consecuencias épicas.
Kissinger tiene muchos devotos, y muchos de sus necrológicas sin duda instarán al equilibrio. Las transgresiones, dirán, deben sopesarse con los logros: la distensión y los posteriores tratados de armamento con la Unión Soviética, la apertura a la China comunista y su diplomacia itinerante en Oriente Medio. Es en este momento cuando las consecuencias de muchas de las políticas de Kissinger ser verán redefinidas como “controversias” y consignadas a la opinión, más que a los hechos. Tras la presidencia de Donald Trump, con el mundo convulsionado por nuevas guerras de conquista, la “sobria” habilidad de Kissinger como estadista es, según han afirmado recientemente varios comentaristas, más necesaria que nunca.
Se esperan comentarios en color, colegas y conocidos que recordarán que tenía un sentido del humor irónico y una afición por la intriga, la buena comida y las mujeres de altas mejillas. Nos recordarán que salió con Jill St. John y Marlo Thomas, era amigo de Shirley MacLaine y se le conocía cariñosamente como Super K, Henry de Arabia y el Playboy del Ala Oeste. Kissinger era brillante y tenía temperamento. Era vulnerable, lo que le hacía despiadado, y su relación con Richard Nixon era, como dijo el periodista Evan Thomas, “profundamente extraña”. Kissinger halagaba a Nixon a la cara y renegaba de él a sus espaldas. “La mente de albóndiga”, llamaba a su jefe en cuanto volvía a colgar el teléfono, un “borracho”. “Nixonger”, llamaba Isaiah Berlin a la pareja.
Nacido en Fürth, Alemania, Kissinger llegó con su familia a los Estados Unidos en 1938, huyendo de los nazis, y los resúmenes de su vida harán hincapié en su condición de extranjero. Nixon le llamaba “niño judío”. A menudo se afirma que la visión del mundo de Kissinger, descrita convencionalmente como una valoración de la estabilidad y el avance de los intereses nacionales por encima de ideales abstractos como la democracia y los derechos humanos, choca con el sentido de Estados Unidos como algo innatamente bueno, como una nación excepcional. “Intelectualmente”, escribe su biógrafo Walter Isaacson, su “mente conservaría su molde europeo”. Kissinger, señala otro escritor, tenía una visión del mundo que un “norteamericano de nacimiento no podía tener”. Y su acento bávaro se hizo más profundo a medida que crecía.
Pero leer a Kissinger como un extraterrestre fuera de tono con los acordes del excepcionalismo norteamericano es perder de vista la esencia del hombre. De hecho, era la quintaesencia del norteamericano, con una mentalidad adaptada a su lugar y su época.
De joven, Kissinger abrazó la más americana de las ideas: la autocreación, la noción de que el destino de uno no estaba determinado por su condición, que el peso de la historia podía imponer límites a la libertad, pero que dentro de esos límites había margen de maniobra. Kissinger no expresaba estas ideas en la lengua vernácula norteamericana. Más bien tendía a expresar su filosofía en la prosa pesada de la metafísica alemana. Pero las ideas eran en gran medida las mismas: “La necesidad”, escribió en 1950, “describe el pasado, pero la libertad gobierna el futuro”.
Esa frase pertenece a una tesis que Kissinger presentó en su último año en Harvard, un viaje de casi 400 páginas a través de los escritos de varios filósofos europeos. The Meaning of History, [El significado de la Historia], como la tituló Kissinger, es densa, melancólica y exagerada, fácil de tachar de producto de la juventud. Pero Kissinger repitió muchas de sus premisas y argumentos, en diferentes formas, hasta el final de su vida. Además, en el momento de su llegada a Harvard, el autor contaba con una amplia experiencia en el mundo real, en tiempos de guerra, y había reflexionado sobre las cuestiones que planteaba su tesis, incluida la relación entre información y sabiduría, el mundo material y la conciencia, y la forma en que el pasado presiona al presente. El propio Kissinger escapó del Holocausto, pero no así al menos 12 miembros de su familia. Reclutado en 1943, pasó el último año de la guerra en Alemania y ascendió en los servicios de inteligencia del ejército. Como administrador militar de la ciudad ocupada de Krefeld, a orillas del Rin, interrogó a oficiales de la Gestapo, convirtiendo a algunos de ellos en informadores confidenciales, lo que le valió una Estrella de Bronce.
En otras palabras, la relación entre los hechos y la verdad, preocupación central de su tesis, no era una cuestión abstracta para Kissinger. Era asunto de vida y muerte, y la posterior diplomacia de Kissinger fue, escribe uno de los compañeros de Kissinger en Harvard, un “trasplante virtual del mundo del pensamiento al mundo del poder”.
La metafísica de Kissinger comprendía a partes iguales melancolía y regocijo. La melancolía se reflejaba en su creencia de que la experiencia, la vida misma, carecía de sentido en última instancia y que la historia era trágica: “La experiencia es siempre única y solitaria”, escribió en 1950. “La vida es sufrimiento, el nacimiento implica la muerte”. En cuanto a la “historia”, afirmó que creía en su “elemento trágico”. “La generación de Buchenwald y de los campos de trabajo siberianos no puede hablar con el mismo optimismo que sus padres”. El regocijo provenía de abrazar ese sinsentido y esa tragedia, de darse cuenta de que las acciones de uno no estaban predeterminadas por la inevitabilidad histórica ni regidas por una autoridad moral superior. Había “límites” a lo que un individuo podía hacer, “necesidades”, como dijo Kissinger, impuestas por el hecho de que vivimos en un mundo repleto de otros seres. Pero los individuos poseen voluntad, instinto e intuición, cualidades que pueden utilizar para ampliar su ámbito de libertad.
A Kissinger, en necrológicas venideras, se le llamará “realista”. Eso sería exacto si el realismo se define como defensa de una visión pesimista de la naturaleza humana y la creencia en que el poder es necesario para imponer orden en unas relaciones sociales anárquicas.
Pero si el realismo se toma como una visión del mundo según la cual se puede llegar a la “verdad” de los hechos a partir de la observación de esos hechos, entonces Kissinger, claramente, no era un realista. Más bien, Kissinger se declaraba a menudo a favor de lo que hoy la derecha denuncia como relativismo radical: no existe la verdad absoluta, sostenía, no hay más verdad que la que puede deducirse de la propia y solitaria perspectiva. “El significado representa la emanación de un contexto metafísico”, escribió; “cada hombre crea en cierto sentido su imagen del mundo”. La verdad, decía Kissinger, no se encuentra en los hechos, sino en las preguntas que hacemos a esos hechos. El significado de la Historia es “inherente a la naturaleza de nuestra pregunta”.
Este tipo de subjetivismo estaba en el aire de la posguerra, y Kissinger en sus primeros escritos no sonaba muy distinto de Jean-Paul Sartre, cuya influyente conferencia sobre el existencialismo se publicó en inglés en 1947 (y fue citada por Kissinger en El sentido de la Historia). Cuando Kissinger insistía en que los individuos tienen la “opción” de actuar con “responsabilidad” hacia los demás, sonaba absolutamente sartreano, haciéndose eco de la creencia del filósofo radical francés de que, puesto que la moral no es algo que se imponga desde fuera, sino que viene de dentro, cada individuo “es responsable del mundo”. Kissinger, sin embargo, tomó un camino muy diferente al de Sartre y otros intelectuales disidentes, y esto es lo que hizo excepcional su existencialismo: no lo utilizó para protestar contra la guerra, sino para justificar que se librara.
Kissinger no era el único entre los intelectuales políticos de postguerra que invocaba la “tragedia” de la existencia humana y la creencia de que lo mejor que se puede esperar es establecer un mundo de orden y reglas. George Kennan, conservador, y Arthur Schlesinger, liberal, pensaban que los “aspectos oscuros y enmarañados” de la naturaleza humana (en palabras de Schlesinger) justificaban un ejército fuerte. El mundo necesitaba vigilancia. Pero ambos hombres (y muchos otros que compartían su trágica sensibilidad, como Reinhold Niebuhr y Hans Morgenthau) acabaron siendo críticos, algunos extremadamente críticos, con el poder norteamericana. En 1957, Kennan abogaba por la “retirada” de la Guerra Fría, y en 1982 describía a la administración Reagan como “ignorante, poco inteligente, complaciente y arrogante”. La guerra de Vietnam provocó que Schlesinger abogara por un poder legislativo más fuerte para frenar lo que en 1973 llamaría la “presidencia imperial”. Kissinger, no.
En cada uno de los puntos de inflexión de la postguerra norteamericana, momentos de crisis en los que hombres de buena voluntad empezaban a expresar dudas sobre el poderío norteamericano, Kissinger rompió en dirección contraria. Hizo las paces con Nixon, de quien primero pensó que estaba desquiciado; luego con Ronald Reagan, a quien inicialmente consideraba vacuo; y después con los neoconservadores de George W. Bush, a pesar de que todos ellos llegaron al poder atacando a Kissinger; y finalmente, con Donald Trump, a quien Kissinger imaginó fantasiosamente como la realización de su creencia de que la grandeza de los grandes estadistas reside en su espontaneidad, su agilidad, su capacidad para prosperar en el caos, como escribió Kissinger en la década de 1950, en “la creación perpetua, en una redefinición constante de los objetivos”.
“Hay dos clases de realistas”, escribió Kissinger a principios de los 60, “los que manipulan los hechos y los que los crean”. Nada necesita tanto Occidente como hombres capaces de crear su propia realidad”. Trump, el presidente del “reality-show”, crea ciertamente su propia realidad. Kissinger calificó a Trump de “fenómeno”, afirmando que de su presidencia podría surgir “algo notable y nuevo”.
De Rockefeller a Nixon, de Nixon a Reagan, de Reagan a George W. Bush, de George W. Bush a Trump: fortalecido por su mezcla poco común de pesimismo y regocijo, Kissinger nunca vaciló. La melancolía le llevó, como conservador, a privilegiar el orden sobre la justicia. El regocijo le llevó a pensar que podría, por la fuerza de su voluntad e intelecto, adelantarse a lo trágico y reclamar, aunque sólo fuera por un momento fugaz, la libertad. “Aquellos estadistas que han alcanzado la grandeza final no lo hicieron a través de la resignación, por muy bien fundada que estuviera”, escribió Kissinger en su tesis doctoral de 1954; “Les fue dado no sólo mantener la perfección del orden, sino tener la fuerza para contemplar el caos, para encontrar allí material para una nueva creación.”
El existencialismo de Kissinger sentó las bases para la defensa de sus políticas posteriores, políticas que llevaron muerte, destrucción y miseria a millones de personas. Si la historia ya es tragedia, y la vida es sufrimiento, entonces la absolución llega con un encogimiento de hombros cansado del mundo. No es mucho lo que puede hacer un individuo para empeorar las cosas más de lo que ya están.
Antes que un instrumento de autojustificación, el relativismo de Kissinger era una herramienta de autocreación y, por tanto, de autopromoción. Kissinger era un experto en ser todo para todo el mundo, especialmente para la gente de alto copete: “No le diré lo que soy”, declaró en su famosa entrevista con Oriana Fallaci, “nunca se lo diré a nadie”. El mito relativo a él es que no le gustaba el desorden de la política moderna de grupos de interés, que su talento se habría desarrollado mejor si se hubiera visto libre de la supervisión de la democracia de masas. En realidad, sin embargo, sólo gracias a la democracia de masas, con sus casi infinitas oportunidades de reinvención, pudo Kissinger llegar a lo más alto.
Kissinger, producto de la nueva meritocracia de postguerra, aprendió rápidamente a manipular a los periodistas y a cultivar a las élites, para las que se hizo indispensable, y a influir en la opinión pública en beneficio propio. En un periodo de tiempo extraordinariamente corto, y a una edad asombrosamente joven (tenía 45 años en 1968, cuando Nixon le pidió que fuera su asesor de seguridad nacional), había arrebatado el aparato de seguridad nacional a los “hombres del Este” del establishment. Los WASP [blancos anglosajones protestantes] gentiles, con sus egos interiorizados, como el primer secretario de Estado de Nixon, William Rogers, a quien Kissinger acabaría echando, no tenían ni idea de a qué se enfrentaban.
Sin embargo, al considerar el mundo que Kissinger deja tras de sí, es importante centrarse no en su enorme personalidad, sino en el enorme papel que desempeñó en la historia de la posguerra. Desde el final de la II Guerra Mundial y el comienzo de la Guerra Fría, ha habido muchas versiones del Estado de seguridad nacional. Pero se produjo un momento de transformación en la evolución de ese Estado a finales de los años 60 y principios de los 70, cuando las políticas de Kissinger, especialmente su guerra secreta de cuatro años en Camboya, aceleraron su desintegración, socavando los cimientos tradicionales -planificación de élite, consenso bipartidista y apoyo público- sobre los que se sustentaba. Kissinger, junto con Nixon, acogió con satisfacción esta desintegración: “Tenemos que romperle la espalda a esta generación de líderes demócratas”, le dijo Kissinger a Nixon, mientras ambos conspiraban para utilizar la política exterior en beneficio propio. Nixon respondió que “tenemos que destruir la confianza de la gente en el establishment norteamericano”.
“Así es”, respondió Kissinger.
Sin embargo, aun cuando la desintegración del antiguo Estado de seguridad nacional avanzara a buen ritmo, Kissinger ayudó a su reconstrucción de una nueva forma: con una presidencia imperial restaurada basada en muestras de violencia cada vez más espectaculares, un secretismo más intenso y un uso cada vez mayor de la guerra y el militarismo para aprovechar la disensión y la polarización internas en beneficio político.
Las guerras de los Estados Unidos en el Sudeste asiático destruyeron la capacidad de ignorar las consecuencias de las acciones de Washington en el mundo. Se estaba descorriendo el telón y, al parecer, la relación causa-efecto salía a la luz en todas partes: en los reportajes de Hersh y otros periodistas de investigación sobre los crímenes de guerra de los Estados Unidos; en la erudición de una nueva generación de historiadores retadores, en documentales como In the Year of the Pig [En el año del cerdo], de Emile de Antonio, y Hearts And Minds [Corazones y mentes], de Peter Davis, entre antiguos creyentes apóstatas, como Daniel Ellsberg, en la disidencia de intelectuales como Noam Chomsky. Peor aún, la sensación de que los Estados Unidos era una fuente de tantas cosas malas como buenas en el mundo empezó a filtrarse en la cultura popular, en novelas, películas y hasta en los cómics, tomando la forma de un escepticismo y un antimilitarismo generalizados.
Kissinger ayudó a la presidencia imperial a adaptarse a este nuevo cinismo. Fue un maestro a la hora de proponer que las políticas de los Estados Unidos y la violencia y el desorden que existen fuera de sus fronteras no guardan relación alguna, especialmente cuando se trataba de dar cuenta de las consecuencias de sus propias acciones. ¿Camboya? “Fue Hanoi”, escribe Kissinger, señalando a los norvietnamitas para justificar su campaña de bombardeos de cuatro años contra esa nación neutral. ¿Chile? Ese país, dice en defensa de su golpismo contra Salvador Allende, “fue ‘desestabilizado’ no por nuestras acciones sino por el presidente constitucional de Chile”. ¿Los kurdos? “Una tragedia”, afirma el hombre que se los sirvió a Saddam Hussein, con la esperanza de apartar a Irak de los soviéticos. ¿Timor Oriental? “Creo que ya hemos oído bastante acerca de Timor”.
También fue útil para el blindaje de la presidencia imperial lo que podríamos llamar el existencialismo imperial de Kissinger, que ayudó a restablecer un mecanismo de negación, una forma de neutralizar el torrente de información que llegaba al público sobre las acciones de los Estados Unidos en el mundo…y los resultados, a menudo infelices, de esas acciones. Los periodistas y los académicos podían desenterrar datos difíciles de rebatir que demostraban que el derrocamiento de cualquier gobierno democrático o la financiación de regímenes represivos generaba una reacción violenta. Pero Kissinger nunca vaciló en su insistencia de que el pasado no debía limitar el abanico de opciones de los Estados Unidos en el futuro. Las grandes potencias, como los grandes hombres, son absolutamente libres, libres no sólo de la supervisión moral, sino también de la lógica causal que podría vincular las acciones pasadas con los problemas actuales.
Las necrológicas mencionarán de qué modo la hostilidad conservadora hacia las políticas de Kissinger -la distensión con Rusia, la apertura a China- ayudaron a impulsar la primera candidatura real de Reagan a la presidencia en 1976. Y distinguirán entre su supuesta política de poder y el “idealismo” neoconservador que nos condujo a los fiascos de Afganistán e Irak.
Pero es probable que echen de menos la forma en que Kissinger sirvió no sólo para frustrar sino también para facilitar la Nueva Derecha. A lo largo de su carrera promovió una serie de premisas que serían retomadas y ampliadas por los intelectuales y políticos neoconservadores: que las corazonadas, las conjeturas, la voluntad y la intuición son tan importantes como los hechos y la información fidedigna a la hora de orientar la política, que un exceso de conocimientos puede debilitar la determinación, que la política exterior tiene que dejar de estar en manos de expertos y burócratas y pasar a manos de hombres de acción, y que el principio de autodefensa (definido en sentido amplio para abarcar prácticamente cualquier cosa) prevalece sobre el ideal de soberanía. Con ello, Kissinger contribuyó a que siguiera girando la gran rueda del militarismo norteamericano.
Ningún ex consejero de seguridad nacional o ex secretario de Estado ha ejercido tanta influencia después de dejar el cargo como Kissinger, y no sólo por su constante defensa de la guerra (hasta en Panamá y el Golfo Pérsico). Reagan nombró a Kissinger miembro de su comité presidencial para Centroamérica, que justificó la línea dura de Reagan en la región, George H.W. Bush nombró a muchos de sus protegidos, como Lawrence Eagleburger y Brent Scowcroft, para ocupar altos cargos en política exterior, y Bill Clinton recurrió a la ayuda de Kissinger para impulsar el TLCAN (NAFTA) en el Congreso.
Kissinger Associates, una consultora privada, se benefició de las consecuencias de las políticas públicas de Kissinger. En 1975, por ejemplo, Kissinger, como secretario de Estado, ayudó a Union Carbide a establecer su planta química en Bhopal, en la India, trabajando con el gobierno indio y ayudando a conseguir un préstamo del Banco de Exportación e Importación de los Estados Unidos para cubrir una parte importante de la construcción de la planta. Tras la catástrofe de la fuga química de 1984, Kissinger Associates representó a Union Carbide y ayudó a negociar, en 1989, un acuerdo extrajudicial de 470 millones de dólares para las víctimas del vertido. El pago fue insignificante en relación con la magnitud del desastre, que causó casi 4.000 muertes inmediatas y expuso a otro medio millón de personas a gases tóxicos. En América Latina y Europa del Este, Kissinger Associates ayudó a negociar lo que uno de sus empleados llamó la “venta masiva” de servicios públicos e industrias, una venta que, en muchos países, fue iniciada por dictadores y regímenes militares apoyados por Kissinger.
Kissinger no es, por supuesto, el único responsable de la evolución del Estado de seguridad nacional estadounidense hasta convertirse en la máquina de movimiento perpetuo que es hoy. Esa historia, que comienza con la Ley de Seguridad Nacional de 1947 y se extiende a lo largo de la Guerra Fría y ahora la Guerra contra el Terrorismo, comprende muchos episodios diferentes y la pueblan muchas personas distintas. Pero la carrera de Kissinger atraviesa las décadas como una línea roja brillante, arrojando una luz espectral sobre el camino que nos ha llevado hasta donde estamos ahora, desde las junglas de Vietnam y Camboya hasta las arenas del Golfo Pérsico, pasando por el punto muerto en Ucrania y la bancarrota moral en Gaza.
Como mínimo, podemos aprender de Kissinger, que apoyó sin vacilar la Primera y la Segunda Guerra del Golfo, y todas las guerras intermedias y posteriores, que los dos conceptos que definen la política exterior de Estados Unidos -realismo e idealismo- no son necesariamente valores opuestos, sino que se refuerzan mutuamente. El idealismo nos mete en el atolladero del momento; el realismo nos mantiene allí mientras promete sacarnos; y entonces el idealismo vuelve de nuevo tanto para justificar el realismo como para superarlo en la siguiente ronda. Así son las cosas.
George Grandin: profesor de Historia de la Universidad de Yale, en la que se doctoró, fue durante casi veinte años profesor de la Universidad de Nueva York. Galardonado con el Premio Pulitzer, es autor de varios libros de hostoria muy divulgados, entre ellos “Kissinger´s Shadow”, y es miembro del consejo editorial del semanario The Nation, además de colaborar con medios como The London Review of Books, The New Republic o The New York Times. Publicación original del artículo: The Nation, 29 de noviembre de 2023.
Tomado de: https://sinpermiso.info/textos/henry-kissinger-una-necrologica-popular